martes, 27 de marzo de 2012

Hijos de la destrucción(II)

Vladimir observaba curioso la actividad de sus colegas. Model había conseguido cierta ventaja pero Batuyev destacaba por su exacta defensa y no sería fácil de derrotar. Finalmente la partida acabó en tablas, y los tres maestros se pusieron a analizar que camino había que seguir para alcanzar la victoria. El estruendo de una tremenda explosión también quiso participar en el debate e hizo que los tres ajedrecistas se lanzaran al suelo. Le siguió otra explosión, y otra. Cuando finalizó el bombardeo, se levantaron, se felicitaron por seguir enteros, colocaron las piezas en el tablero tal como estaban antes de la interrupción y prosiguieron sus análisis como si nada hubiera pasado. Tras doce horas los tres llegaron a la conclusión que no se podía ganar.

El cerco no había interrumpido la actividad ajedrecista en Leningrado. Bien es cierto que no se celebraba el campeonato de la ciudad pero seguían las competiciones en los clubes y las clases de ajedrez. Precisamente era ese el campo en el que destacaba Vladimir. Sin dormir, tras la partida, se dirigió al aula para dar una clase. Tres muchachos le esperaban. Lo que antes de la guerra eran docenas con lista de espera, ahora sólo eran tres.

Vladimir no recordaba con especial nostalgia el periodo anterior a la guerra. Stalin había situado a Leningrado en el centro de los complots imaginarios de sus enemigos imaginarios, y contra Leningrado ejecutó su sangrienta venganza. Fue de tal magnitud que sólo en 1937 los cargos importantes e intermedios del partido se ocuparon y desocuparon cinco veces. El maremoto de sospechas, denuncias, detenciones, torturas, confesiones y muerte se había llevado por delante a demasiados amigos suyos, incluso él mismo estuvo a punto de ser condenado a muerte. Nunca supo el motivo.

Sí que sabía lo que le salvó: su condición de jugador de ajedrez y su habilidad para enseñar. Stalin estaba ávido de campeones, y no iba a matar a un profesor que se los podía proporcionar. El ajedrez era también lo que le permitía comer diariamente. Era un privilegio. Él no tenía que luchar en las calles para conseguir comida. Le bastaba con rezar -aunque eso era subversivo- para que ningún proyectil le volara la cabeza.

Cuando terminó la clase, Vladimir comprobó que llevaba su cartilla de racionamiento y se dirigió al comedor de su distrito.

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