martes, 22 de enero de 2013

El Partizan de Fuenlabrada (II)

Sucedió que, al sur de Madrid, en pleno boom urbanístico, a alguien se le ocurrió la idea de construir un polideportivo. Muy bien. Pero no uno de esos de pueblo, no, uno de los grandes, para cinco mil espectadores, full equip. Y además, dedicado a un mito: nada menos que Fernando Martín. Ahí es nada. Las autoridades, los poderes fácticos del lugar, acurrieron raudos a la inauguración, para salir bien en la foto y llevarse los méritos.

Esas mismas autoridades desaparecieron cuando se dieron cuenta de la duda realidad: ese pabellón tan majestuoso que acababan de inaugurar no tenía equipo que lo jugara. El equipo local, el Club Baloncesto Fuenlabrada, era un equipo amateur que militaba en la segunda división de entonces. Demasiado collar para tan poco perro. Que fracaso.

Pero entonces la FIBA, que no sabía que hacer con los clubes de un país en guerra, toma la decisión de prohibirles jugar en su casa. Podrían jugar, sí, pero en cancha ajena. Alguien del ayuntamiento de Fuenlabrada estaba viendo la tele en ese momento, y raudo se le encendió la lucecita: les ofrecerían su flamante y vacío pabellón. Ni decir tiene que Partizan aceptó, no encantado ya que su legitimo pabellón -el mítico Pionir- se quedaba sin baloncesto, pero era eso o nada.

Y así partieron a su exilio doce jugadores y un entrenador. Los problemas económicos del club eran tales que Zelko Obradovic, el entrenador, renunció a su sueldo y repartía su mensualidad entre los jugadores, que no cobraban el suyo muy puntualmente que digamos. A los problemas económicos hay que sumar los personales. No era para menos. Zoran Stevanovic tenía a su hermano en el frente. No supo nada de él durante meses. No sabía si estaba vivo o muerto. Pedrag Danilovic, serbio de nacionalidad pero bosnio de nacimiento, tenía a su madre en Sarajevo. Mientras él jugaba para un equipo serbio, el ejército serbio trataba de matar a su madre. Ivo Nakic era el otro de origen no serbio del equipo, concretamente croata y también croata de nacionalidad. Fue acusado de traición en su tierra, y las amenazas fueron tales que su familia tuvo que dejar su Rijeka natal para convertirse en refugiados. Cada jugador tenía su propio drama, sus propios seres queridos por los que temía en un país en guerra.

Pero el calendario pasa y las competiciones llegan. Así empieza la odisea del Partizan, que los fines de semana estaba en Serbia jugando la liga local y entre semana en cualquier lugar de Europa jugando la Euroliga. Afortunadamente, cada quince días tocaba un lugar fijo: Fuenlabrada.

La gente de Fuenlabrada acudió al Fernando Martín con mucha curiosidad. No sabían lo que iban a ver exactamente. Un equipo muy joven, con un entrenador de treinta y pocos sin experiencia ninguna contra Joventut, Estudiantes, Aris, Phillips de Milán...Realmente nadie daba un duro por ellos.


domingo, 13 de enero de 2013

El Partizan de Fuenlabrada (I)

A veces ocurren pequeños milagros. Insignificantes, incluso. Hasta dolorosos según desde donde se miren. Sí, fui parte perjudicada de este en particular. Pero milagros al fin y al cabo. Hace algo más de veinte años ocurrió uno, con una guerra brutal (¿cual no lo es?) de fondo en pleno corazón de Europa, ante la indiferencia de medio mundo.

El baloncesto era tan importante en la antigua Yugoslavia que ni la guerra pudo parar las competiciones. En plena guerra se disputó las primeras ligas nacionales croatas, eslovenas, serbias...y tres de sus clubes iban a disputar la primera edición de la Euroliga: dos croatas, Cibona y KK Split, y uno serbio, el Partizan de Belgrado.

El nombre oficial del KK Split era Slobdna Dalmacija, y era el vigente campeón de Europa. Antes de la guerra el equipo amarillo se había convertido en un azote divino para todos los equipos españoles -Barça...-, italianos, griegos...con más potencial ecónomico y que se gastaron verdaderas fortunas para destronar a los niños de Split. Sí, niños. Con una media de edad insultantemente baja y unos jugadores tirillas, especialmente Toni Kukoc, derrotaban una y otra vez a los en teoría mejores equipos de Europa. Practicaban un juego lento, contando los segundos, hasta que de repente explotaba una velocidad de ejecución en el cinco contra cinco que siempre definía la canasta justo al borde de la bocina de la posesión. Simplemente mataban los partidos como una máquina perfecta. Sretenovic era el base cerebral, que se la daba a Kukoc en el momento justo. Este, con un bote perfecto y un primer paso que parecía que su cuerpo se fuera a partir en dos iniciaba el principio del fin, culminando él mismo, aprovechando el espacio para Radja, sacando el balón fuera para Ivanovic o Perasovic...Eran imparables. No había en Europa un sólo equipo que pudiera defender o contrarrestar ese talento.

Bueno, sí había uno. El Partizan de Belgrado. Aunque su juego era muy diferente, contraataque y velocidad basado en el triángulo Djordjevic-Paspalj-Divac. Se convirtieron en el equipo más espectacular de Europa, una suerte de Lakers-showtime a la yugoslava. Pero como el resto de Europa, siempre acababan perdiendo contra los de Split, pese a ser siempre los favoritos. Los detalles extradeportivos -Vlade Divac se lesiona al saltar por la ventana del hotel...para irse de juerga- influyeron, pero la razón principal es que la Jugoplastika de Split jugaba a no dejar jugar. El propio Djordjevic lo explica muy bien: "Y nosotros hacíamos un juego espectacular, pim pam, y el público exclamaba Oooooh...Pero eso no ganaba a la Jugoplastika, porque contra ellos no podías correr. Ellos fueron los primeros que entendieron la importancia de la rapidez de ejecución de los movimientos en estático. Te hacían una jugada con cinco pases rapidísimos. Era una increíble diferencia".




Finalmente las liras acabaron con la Jugoplastika. Radja jugó en Roma antes de partir a la NBA. Kukoc fichó por la Benetton y terminó en los Bulls junto a Michael Jordan ganando tres anillos. Ivanovic y Perasovic jugarían en España, como también lo haría a temporadas Zoran Savic. Hasta el suplente de los suplentes, Petar Naumoski, jugaría en Turquía y se convertiría en uno de los mejores bases de Europa.

¿Y el Partizan? Divac se convertiría en una estrella en los Lakers al lado de Magic. Paspalj jugaría en Grecia muchos años batiendo récords de anotación. Pecarski probaría el mismo destino. Del equipo mágico sólo quedarían Djordjevic, el croata Ivo Nakic y Pedrag Danilovic. Pese a su juventud, un juego exterior temible. Por dentro, dos pívots con aspecto de leñador, muy trabajadores y voluntariosos, Slavisa Koprivica y Zoran Stevanovic. En el banco, una ristra de jugadores que no pasaban de los veinte años, donde destacaban Nikola Loncar y Zelko Rebraca. La media de edad del equipo, unos 22 años.

Y encima, sin entrenador. El director técnico del club, Dragan Kikanovic, no encontraba quién quisiera sentarse en el banquillo del primer equipo. En una Yugoslavia al borde de la guerra lo natural era irse. Llama al capitán, Zelko Obradovic, y le informa de la situación. Kikanovic no se puede creer lo que oye: Obradovic se ofrece a entrenar al primer equipo. Con muchas dudas, la directiva termina aceptando, ya que también significaba la retirada del jugador. La prensa se pone en su contra ¿como pueden darle a un ex jugador, por muy bueno que sea -y Obradovic lo era un rato largo- el banquillo del equipo más importante de Serbia?

Obradovic era un fijo en la selección yugoslava y renuncia a su convocatoria para disputar el europeo de Roma'91 con el fin de prepararse bien para entrenar al Partizan. Sasha Djordjevic ocupa su lugar en la Reprezentacija. Llegan fácilmente a la final con una exhibición insultante. Justo antes de la final, el escolta titular Jure Zdovc recibe una llamada donde se le recuerda su condición de esloveno, y de paso se le advierte que si juega la final con Yugoslavia se le consideraría un traidor y que su familia, que se encontraba en Eslovenia, sufriría las consecuencias. Llorando, Jure Zdovc abandona la concentración yugoslava. Djordjevic le abraza. Empieza el partido. Yugoslavia se burla de Italia. El último partido de Yugoslavia.


Empieza una guerra y termina un país.

lunes, 7 de enero de 2013

31 de diciembre de 1942


Durante la Nochevieja, la disciplina en el revitalizado 62º ejército se relajó y, a lo largo de la orilla, los oficiales soviéticos de elevada graduación organizaron una serie de reuniones en honor de los actores, músicos y bailarinas que visitaban Stalingrado para entretener a las tropas. Uno de estos artistas, el violinista Mijail Goldstein, se alejó y se dirigió a las trincheras para llevar a cabo uno de sus conciertos de solista para los soldados.

En toda la guerra, Goldstein nunca había visto un campo de batalla parecido a Stalingrado: una ciudad tan terriblemente destruida por las bombas y la artillería, con montones de esqueletos de centenares de caballos, descarnados por el hambriento enemigo. Y como siempre, también aquí se encontraban los siniestros policías de la NKVD, que permanecían entre la línea del frente y el Volga, comprobando la documentación de los soldados y disparando contra los sospechosos de deserción.

El horrible campo de batalla conmovió a Goldstein y tocó como nunca lo había hecho antes, horas y horas. Y, aunque las obras alemanas habían sido prohibidas por el gobierno, Goldstein dudaba que ningún comisario político protestase durante aquella noche. Sus melodías fueron dirigidas mediante altavoces hacia las trincheras alemanas y, de repente, cesó el tiroteo. En el espectral silencio lo único que se escuchaba era la música que surgía del inclinado arco de violín de Goldstein.

Cuando acabó, el silenció continuó. Desde otro altavoz, situado en territorio alemán, una voz rompió el hechizo. En un vacilante ruso rogó:

-Toquen algo más de Bach. No dispararemos.

Goldstein volvió a tomar su violín y empezó a tocar una viva Gavotte de Bach.


"La batalla de Stalingrado" - William Craig

Guerra


Cada soldado ruso recibía una ración de cien gramos de vodka. La mayor parte de ellos lo esperaban con ansiedad; sólo unos cuantos lo rechazaban. Pero al veterano teniente Ivan Bezditko, "Ivan el Terrible" para sus hombres, le gustaba increíblemente en vodka y halló un medio para tener a su disposición un abundante suministro. Cuando morían los soldados de su batallón, Iván los daba por "presentes y en activo" y se apropiaba de sus raciones diarias de vodka. En poco tiempo el oficial llegó a tener muchos litros, que guardaba celosamente en su propio refugio.

En un depósito a orillas del Volga, un oficial de intendencia llamado Maliguin comprobó sus archivos e informó que la unidad de Bezditko soportaba muy bien semanas de bombardeo en un sector del frente donde las pérdidas eran espantosas. Abrigando sospechas, Maliguin siguió el asunto hasta el final y descubrió que la sección de El Terrible había sufrido el mismo castigo que el resto. Llamó a Bezditko y le dijo que había descubierto su mezquino plan y que iba a informar sobre ello al cuartel general del frente. Luego añadió:

-Queda suprimida su ración de vodka.
Eso era ir demasiado lejos. Bezditko vociferó:
-Si yo no tengo mi vodka, usted tampoco tendrá el suyo.

Maliguin le colgó, dió parte al cuartel general y suprimió las raciones de licor de Iván.

Rabioso, Bezditko preparó las alzas de sus baterías de 122 mm, trazó una precisa red de coordenadas y dio la orden de disparar. Tres salvas cayeron precisamente en lo alto del depósito de Maliguin en la orilla del río. El trastornado comandante salió vivo entre el humo y los escombros. Detrás de él yacían rotas miles de botellas de vodka y su contenido se derramaba por el suelo. Maliguin se arrastró como pudo hacia un teléfono y llamó al cuartel general. Mientras crecía su ira, vomitó lo que sabía que era cierto: que Iván el Terrible había sido el autor de aquella andanada.

Al otro lado de la línea, la voz se esforzaba por ser paciente:

-La próxima vez dele su vodka. Acaba de serle concedida la orden de la Estrella Roja.

Maliguin regresó, lleno de cólera, al almacén, y se quedó de pie mirando los charcos de alcohol. Al cabo de unas horas, el teniente Bezditko recibió sus habituales raciones y Maliguin jamás volvió a interferir en los latrocinios de Ivan el Terrible.

"La batalla de Stalingrado" - William Craig.