domingo, 1 de abril de 2012

Hijos de la destrucción (III)

Viktor no recordaba gran cosa de antes de la guerra. O quizás prefería no recordar cómo era su vida antes de la guerra. Había sido una vida normal, feliz, protegido en un hogar seguro donde no faltaba de nada. Sí recordaba, en cambio, el principio de la guerra. Recordaba aquella granada que entró en el salón del piso matando a su padre, su abuela y a su tío abuelo. Recordaba como tuvo que arrastrar los cadáveres hasta el cementerio. Recordaba la desaparición de su madre, que no sabía si estaba viva o muerta.

Y sobre todo recordaba aquel invierno, solo y muerto de miedo, que pasó en aquel edificio abandonado cerca del maloliente y siniestro canal de Vitebsk, donde la policía solía arrojar los cadáveres de sus víctimas durante las purgas. Pero lo pasó. Tuvo la precaución de guardar las cartillas de racionamiento de sus familiares fallecidos y la suerte que, en medio del caos, ningún burócrata diera su muerte por oficial.

Desgraciadamente ya lo habían hecho, y ya no recibía raciones tan fácilmente. Tenía que robar cartillas de otros cadáveres, hacerse pasar por familiar del finado y rogar y llorar para que le dieran comida. Cada vez estaba más complicado porque Viktor estaba en una edad en la que no servía para nada al estado. Demasiado mayor para ser evacuado y demasiado pequeño para ser soldado, el estado no tenía ningún interés en ayudarle a subsistir, ya que él no podía aportar nada.

Viktor sabía perfectamente que no iba a sobrevivir a otro invierno. Y tras recibir la negativa del funcionario a darle comida, se preguntó si sobreviviría otro día.


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