martes, 20 de marzo de 2012

El cuarto hombre

Anthony Frederick Blunt era un historiador del arte que escribió un porrón de libros sobre Bernini, Borromini, Picasso, Poussini y demás gentes. También era conservador de la pinacoteca real y de la colección privada de la reina Isabel II, con la que tomaba el té semanalmente.

Un tostón de tío que se salva por una curiosa peculiaridad: Espiaba para la URSS. En sus tiempos de estudiante de Cambridge, en el primer tercio del siglo XX, siguió el camino de muchos jóvenes ingleses que veían en el comunismo la única respuesta posible al ascenso del fascismo y nazismo, aumentado por el impacto de la Guerra Civil española. De hecho Blunt era miembro de los Apóstoles de Cambridge, una sociedad secreta marxista. También tenía otros motivos para la rebeldía: Era homosexual y jamás lo escondió en una época donde era una enfermedad que se curaba con electroshock.

Tras acabar los estudios se metió a profesor de Bellas Artes en Cambridge. Fue la propia universidad la que decidió que sería una magnífica idea enviarlo a la URSS a ver museos de arte francés. Magnífica idea para la NKVD, que estando al tanto de su comunistitis -su homosexualidad era pública pero sus ideas políticas no- no perdió la ocasión de entablar contacto y ofrecerle el honorable empleo de espía. Ni decir tiene que Anthony aceptó encantado. Así se convirtió en uno de los cinco de Cambridge, concretamente, en el cuarto.

En 1939 se alistó en el ejército, y al año siguiente llegó el premio gordo: entró en el MI5, lo que le dió acceso a una enorme cantidad de información que pasó a los rusos: Desde la clave de ENIGMA al desarrollo nuclear, una fuga de información que volvió locos a los servicios de contraespionaje británicos.

Nadie sospechaba de Blunt. Era un hombre respetable, un caballero del Imperio cercano a la realeza. No fue hasta muchos años después (1964) cuando, estando ya seguros de la fuga, fueron a por él: Le garantizaron inmunidad y secreto a cambio de una información completa sobre la red donde operaba. Sir Anthony cantó cual canario.

Nada cambió en su vida. Siguió haciendo las cosas que hacen los restauradores de arte y siguió tomando su té semanal con la reina. Con impecable flema británica ella lo sabía todo y él sabía que ella lo sabía, pero jamás mencionaron una palabra sobre el tema. Hasta que en 1979 Margaret Thatcher anunció a bombo y platillo la captura del cuarto hombre, lo que significó el fin de su vida laboral y social.

Estilo es lo que somos. El estilo de Blunt quedo claro el día del juicio, cuando el fiscal le preguntó:

-¿Es usted consciente que ha sido un traidor a la corona?

Sin torcer el gesto, mirando a los ojos al fiscal y en un perfecto acento de Cambridge respondió:

-Me temo que sí.



Pese a todo, no fue a la cárcel. Las consecuencias se limitaron a perder el título de sir y de paso las dos docenas de títulos que poseía, a dimitir de la Royal Academy y a sufrir el vacío de la aristocracia (horrible pérdida). Sin embargo, no puede decirse que el fin de sus días fuera especialmente tétrico. Murió en Londres -jamás quiso abandonar Inglaterra- en 1983 en compañía de su amante.



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