domingo, 22 de abril de 2012

Miriam y San Jordi

Tengo que reconocer que, aunque me pese, la única mujer que me ha querido lo bastante como para regalarme un libro por San Jordi fue Miriam. Me pilló completamente por sorpresa aunque afortunadamente estuve a la altura, ya que llevaba una rosa en el coche...la que le compro todos los años a mi madre. Así que ese año la tradición se cumplió. Aunque no para mi madre.

Miriam nunca terminó el colegio y el único libro que tenía en casa era un recetario de cocina al que daba buen uso, doy fe de ello. Sí que leía revistas de cotilleos de forma habitual, y era perfectamente capaz de recitar la biografía de todos los personajes de la farándula con total soltura.

Alguna vez que vino a mi casa me sorprendí al ver como miraba las estanterías llenas de libros, con una mezcla de curiosidad y miedo, como si fueran objetos salidos de otra dimensión. Cuando un título llamaba su atención lo cogía con mucho cuidado, como si temiera romperlo, y tras dar varias miradas, con sus ojos muy abiertos, a portada y contraportada lo abría muy despacio y empezaba a hojerarlo humedeciéndose el dedo con la lengua cada vez que tenía que pasar página. Finalmente lo dejaba en su sitio, siempre muy despacio y con mucho cuidado. Cuando me ofrecía a prestárselo ella lo rechazaba sin mucho convencimiento y me decía que no tenía tiempo para perderlo en tonterías.

Por eso valoré tanto ese regalo. Cuando me lo dio y empecé a desenvolverlo no pude evitar pensar en Miriam dentro de una libreria, moviéndose muy despacio, ojeando muy despacio, con esa mezcla de respeto y curiosidad que le inspiraban los libros. Completamente perdida, fuera de contexto. Algo así como un extraterrestre que acaba de llegar a al tierra y entra en una librería. Le pregunté porqué había comprado ese precisamente. Me dijo que le había dado penica la portada. En el fondo, había sido algo similar a rescatar un perro de un albergue. Se encariñó con la portada y, hala, pa casa.

Cuando finalmente lo abrí, me encontré lo inesperado



Miriam no sabía quién era Laika, ni que pintaba ese cohete del fondo, ni porqué llevaba ese chaleco -un chaleco de vuelo-. Pero le dio pena y lo adoptó.

A los pocos días, tras mucho dudar, hizo algo más.

Lo leyó.

Y la ví llorar cuando terminó.







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