jueves, 19 de abril de 2012

Miriam propiamente dicha

Lo primero que veías cuando la mirabas eran unos enormes ojos negros. Le faltaba cara para tanto ojo. Enormes, profundos, vivos, no dejaban de escrutar en ningún momento, y parecía que eran ellos los que se movían y que su cuerpo simplemente los seguía. No hacía falta tener unos ojos de esa profundidad para advertir en su ceja izquierda una enorme cicatriz, según ella producto de una caída fortuita en una piscina municipal. La típica mentira que se dice cuando se trata de ocultar una verdad dolorosa.

Tampoco hacía falta ser un lince para leer el nombre de su hija, Carmen, tatuado en su muñeca izquierda. Ella misma lo enseñaba orgullosa, y en cuanto la conversación llegaba a un punto donde tenía que garantizar algo mostraba el tatuaje de su muñeca y decía:

-¡Te lo juro por mi hija!

Con el tiempo, y tampoco hizo falta mucho, uno se daba cuenta que ese juramento funcionaba a la inversa; precisamente era una garantía de que no iba a cumplir su promesa. La primera vez que la llamé, al día siguiente de conocerla, me juró por su hija que efectivamente quedaría conmigo para tomar café. A mí me pareció un juramento demasiado grave para un simple café. Quedamos en una cafetería no muy lejos de su casa, aunque yo todavía no sabía donde vivia, y por supuesto me dió plantón. No la volví a llamar.

Pero un par de semanas después ella me llamó a mí. Las llamadas de Miriam podían ocurrir a cualquier hora del día o de la noche por los motivos más extravagantes. Podía llamar a las cuatro de la mañana para decirme lo mucho que me quiere y que no podía dormir sin escuchar mi voz. Que dulce. También podía llamar a la misma hora para decirme que se le había acabado el dinero y que quería seguir la fiesta a la que yo no había sido invitado. Podía llamarme desde el hospital, porque lo que se había metido no le sentó bien, fuera lo que fuera. Podía llamarme porque sus amigos festeros la habían dejado tirada en cualquier polígono discotequero. O bien podía llamarme, como la primera vez que me llamó, para decirme su ordenador hacía cosas raras y que si podía echarle un vistazo.

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