Anthony Frederick Blunt
era un historiador del arte que escribió un porrón de libros sobre
Bernini, Borromini, Picasso, Poussini y demás gentes. También era
conservador de la pinacoteca real y de la colección privada de la reina
Isabel II, con la que tomaba el té semanalmente.
Un tostón de tío que se salva por una curiosa peculiaridad: Espiaba para la URSS. En sus tiempos de
estudiante de Cambridge, en el primer tercio del siglo XX, siguió el
camino de muchos jóvenes ingleses que veían en el comunismo la única
respuesta posible al ascenso del fascismo y nazismo, aumentado por el
impacto de la Guerra Civil española. De hecho Blunt
era miembro de los Apóstoles de Cambridge, una sociedad secreta
marxista. También tenía otros motivos para la rebeldía: Era homosexual y
jamás lo escondió en una época donde
era una enfermedad que se curaba con electroshock.
Tras acabar los estudios se metió a profesor de Bellas Artes en
Cambridge. Fue la propia universidad la que decidió que sería una
magnífica idea enviarlo a la URSS a ver museos de arte francés.
Magnífica idea para la NKVD, que estando al tanto de su comunistitis -su
homosexualidad era pública pero sus ideas políticas no- no perdió la
ocasión de entablar contacto y ofrecerle el honorable empleo de espía.
Ni decir tiene que Anthony aceptó encantado.
Así se convirtió en uno de los cinco de Cambridge, concretamente, en el cuarto.
En 1939 se alistó en el ejército, y al año siguiente llegó el premio
gordo: entró en el MI5, lo que le dió acceso a una enorme cantidad de
información que pasó a los rusos: Desde la clave de ENIGMA al desarrollo
nuclear, una fuga de información que volvió locos a los servicios de
contraespionaje británicos.
Nadie sospechaba de Blunt. Era un
hombre respetable, un caballero del Imperio cercano a la realeza. No fue
hasta muchos años después (1964) cuando, estando ya seguros de la fuga,
fueron a por él: Le garantizaron inmunidad y secreto a cambio de una
información completa sobre la red donde operaba. Sir Anthony cantó cual canario.
Nada cambió en su vida. Siguió haciendo las cosas que hacen los restauradores de arte y siguió tomando su té semanal con la reina. Con impecable flema británica ella lo sabía
todo y él sabía que ella lo sabía, pero jamás mencionaron una palabra sobre
el tema. Hasta que en 1979 Margaret Thatcher anunció a bombo y platillo la
captura del cuarto hombre, lo
que significó el fin de su vida laboral y social.
Estilo es lo que somos. El estilo de Blunt quedo claro el día del juicio, cuando el fiscal le preguntó:
-¿Es usted consciente que ha sido un traidor a la corona?
Sin torcer el gesto, mirando a los ojos al fiscal y en un perfecto acento de Cambridge respondió:
-Me temo que sí.
Pese a todo, no fue a la cárcel. Las consecuencias se limitaron a perder el título de sir y de paso las dos docenas de títulos que poseía, a dimitir de la Royal Academy y a sufrir el vacío de la
aristocracia (horrible pérdida). Sin embargo, no puede decirse que el
fin de sus días fuera especialmente tétrico. Murió en Londres -jamás
quiso abandonar Inglaterra- en 1983 en compañía de su amante.
No hay comentarios:
Publicar un comentario