Tengo que reconocer que, aunque me pese, la única mujer que me ha querido lo bastante como para regalarme un libro por San Jordi fue Miriam. Me pilló completamente por sorpresa aunque afortunadamente estuve a la altura, ya que llevaba una rosa en el coche...la que le compro todos los años a mi madre. Así que ese año la tradición se cumplió. Aunque no para mi madre.
Miriam nunca terminó el colegio y el único libro que tenía en casa era un recetario de cocina al que daba buen uso, doy fe de ello. Sí que leía revistas de cotilleos de forma habitual, y era perfectamente capaz de recitar la biografía de todos los personajes de la farándula con total soltura.
Alguna vez que vino a mi casa me sorprendí al ver como miraba las estanterías llenas de libros, con una mezcla de curiosidad y miedo, como si fueran objetos salidos de otra dimensión. Cuando un título llamaba su atención lo cogía con mucho cuidado, como si temiera romperlo, y tras dar varias miradas, con sus ojos muy abiertos, a portada y contraportada lo abría muy despacio y empezaba a hojerarlo humedeciéndose el dedo con la lengua cada vez que tenía que pasar página. Finalmente lo dejaba en su sitio, siempre muy despacio y con mucho cuidado. Cuando me ofrecía a prestárselo ella lo rechazaba sin mucho convencimiento y me decía que no tenía tiempo para perderlo en tonterías.
Por eso valoré tanto ese regalo. Cuando me lo dio y empecé a desenvolverlo no pude evitar pensar en Miriam dentro de una libreria, moviéndose muy despacio, ojeando muy despacio, con esa mezcla de respeto y curiosidad que le inspiraban los libros. Completamente perdida, fuera de contexto. Algo así como un extraterrestre que acaba de llegar a al tierra y entra en una librería. Le pregunté porqué había comprado ese precisamente. Me dijo que le había dado penica la portada. En el fondo, había sido algo similar a rescatar un perro de un albergue. Se encariñó con la portada y, hala, pa casa.
Cuando finalmente lo abrí, me encontré lo inesperado
Miriam no sabía quién era Laika, ni que pintaba ese cohete del fondo, ni porqué llevaba ese chaleco -un chaleco de vuelo-. Pero le dio pena y lo adoptó.
A los pocos días, tras mucho dudar, hizo algo más.
Lo leyó.
Y la ví llorar cuando terminó.
domingo, 22 de abril de 2012
jueves, 19 de abril de 2012
Miriam propiamente dicha
Lo primero que veías cuando la mirabas eran unos enormes ojos negros. Le faltaba cara para tanto ojo. Enormes, profundos, vivos, no dejaban de escrutar en ningún momento, y parecía que eran ellos los que se movían y que su cuerpo simplemente los seguía. No hacía falta tener unos ojos de esa profundidad para advertir en su ceja izquierda una enorme cicatriz, según ella producto de una caída fortuita en una piscina municipal. La típica mentira que se dice cuando se trata de ocultar una verdad dolorosa.
Tampoco hacía falta ser un lince para leer el nombre de su hija, Carmen, tatuado en su muñeca izquierda. Ella misma lo enseñaba orgullosa, y en cuanto la conversación llegaba a un punto donde tenía que garantizar algo mostraba el tatuaje de su muñeca y decía:
-¡Te lo juro por mi hija!
Con el tiempo, y tampoco hizo falta mucho, uno se daba cuenta que ese juramento funcionaba a la inversa; precisamente era una garantía de que no iba a cumplir su promesa. La primera vez que la llamé, al día siguiente de conocerla, me juró por su hija que efectivamente quedaría conmigo para tomar café. A mí me pareció un juramento demasiado grave para un simple café. Quedamos en una cafetería no muy lejos de su casa, aunque yo todavía no sabía donde vivia, y por supuesto me dió plantón. No la volví a llamar.
Pero un par de semanas después ella me llamó a mí. Las llamadas de Miriam podían ocurrir a cualquier hora del día o de la noche por los motivos más extravagantes. Podía llamar a las cuatro de la mañana para decirme lo mucho que me quiere y que no podía dormir sin escuchar mi voz. Que dulce. También podía llamar a la misma hora para decirme que se le había acabado el dinero y que quería seguir la fiesta a la que yo no había sido invitado. Podía llamarme desde el hospital, porque lo que se había metido no le sentó bien, fuera lo que fuera. Podía llamarme porque sus amigos festeros la habían dejado tirada en cualquier polígono discotequero. O bien podía llamarme, como la primera vez que me llamó, para decirme su ordenador hacía cosas raras y que si podía echarle un vistazo.
Tampoco hacía falta ser un lince para leer el nombre de su hija, Carmen, tatuado en su muñeca izquierda. Ella misma lo enseñaba orgullosa, y en cuanto la conversación llegaba a un punto donde tenía que garantizar algo mostraba el tatuaje de su muñeca y decía:
-¡Te lo juro por mi hija!
Con el tiempo, y tampoco hizo falta mucho, uno se daba cuenta que ese juramento funcionaba a la inversa; precisamente era una garantía de que no iba a cumplir su promesa. La primera vez que la llamé, al día siguiente de conocerla, me juró por su hija que efectivamente quedaría conmigo para tomar café. A mí me pareció un juramento demasiado grave para un simple café. Quedamos en una cafetería no muy lejos de su casa, aunque yo todavía no sabía donde vivia, y por supuesto me dió plantón. No la volví a llamar.
Pero un par de semanas después ella me llamó a mí. Las llamadas de Miriam podían ocurrir a cualquier hora del día o de la noche por los motivos más extravagantes. Podía llamar a las cuatro de la mañana para decirme lo mucho que me quiere y que no podía dormir sin escuchar mi voz. Que dulce. También podía llamar a la misma hora para decirme que se le había acabado el dinero y que quería seguir la fiesta a la que yo no había sido invitado. Podía llamarme desde el hospital, porque lo que se había metido no le sentó bien, fuera lo que fuera. Podía llamarme porque sus amigos festeros la habían dejado tirada en cualquier polígono discotequero. O bien podía llamarme, como la primera vez que me llamó, para decirme su ordenador hacía cosas raras y que si podía echarle un vistazo.
domingo, 15 de abril de 2012
Las amigas de Miriam
Era morena, bajita y delgada. Sus enormes ojos negros eran lo que más llamaba la atención de su rostro y lo que más me atraía de ella. Fueron esos ojos los que me quedé mirando embobado aquella noche, en aquella discoteca. Tampoco tenía mucho más que mirar; era bastante plana y sin curvas. Iba de raso, con vaqueros y blusa abrochada hasta el cuello. Pero tenía gracia. Cuando se dió cuenta que la estaba mirando me volvió la espalda y se centró en su círculo de amigas. No eran como ella. Vestían con escotazo, minifalda, taconazos. No debían ser mucho más alta que ella, pero gracias a los tacones conseguían destacar. Y eran altísimos, como si compitieran por ser las más altas, como si fuera un símbolo de estatus, de poder.
Dejé ese círculo y me dirigí a la barra a pedirme algo, y una de las chicas que estaban apoyadas en ella me sonrió. Dejo de hacerlo cuando se dió cuenta que no iba a invitarla y se centró en otras posibles presas. Sus amigas estaban centradas en el camarero, al que sacaban gratis un chupito tras otro. Pero el instinto de cazadora de la que sonreía le pedía retos más altos y volvió a dirigirse a mí. No escuché lo que dijo y regresé con la bebida a mi propio círculo. Estas son peores que las sirenas de Homero.
En el circulo de enfrente había empezado una sesión de fotos. La morena bajita hacía fotos a sus amigas, las rubias con taconazos. Tras media docena de fotos en distintas poses seguía sin ser incluída en la toma para facebook. Como diría un amigo mío jugando al Starcraft, aquello era una ventana de oportunidad. Así que me acerqué a la morena y le pregunté si quería salir en las fotos con sus amigas.
Sus amigas estaban horrorizadas. Un chico se les había acercado y ¿a quién hablaba? ¿a ellas, que se habían pasado la tarde en la peluquería, que se habian comprado los vestidos y los taconazos, que se habían operado las tetas? ¡No! a la desastrada, a la que hacía un siglo que no iba a la peluquería, a la que no iba con tacones, y con la que ahora tendrían que compartir fotos. En las foto la morena sonreía, muchísimo, seguramente por la misma razón por la que sus amigas rubias con tetas siliconadas dejaron de sonreír.
Un dientes blancos se acercó a la barra con su enorme sonrisa, e inmediatamente congenió con la sacacubatas que anteriormente me había elegido como presa. No tardó en tener un cubata en la mano, y sus tres amigas también se centraron en él al haber agotado finalmente al camarero. Las rondas de chupitos se sucedieron a enorme velocidad. Me doy cuenta que él lleva más escote que ellas, lo que me quita las ganas de tomarme otra copa y, a falta de alcohol, me acaba de decidir para centrarme en la morena. Tenía una buena baza que jugar: que me fijara en la morena molestaba a sus amigas, que querían que me fijara en ellas, que para eso eran las guapas. Y la morena quería molestar a sus amigas, a las que quitaba el protagonismo. Seguramente estaba harta de que la tomaran por la fea, o lo que sea. La ventana de oportunidad seguía abierta.
Así que volví a a hablar con ella, provocando de nuevo la ira de sus amigas y la alegría de la morena. Me dijo su nombre, Miriam, me preguntó a qué me dedicaba, programador, ¿eso que é?, informático, ordenadores, que bien, precisamente se estropeó el mío, no me digas, sí ¿le echarías un vistazo? toma mi teléfono, toma el mío.
Esa conversación tan estimulante como rápida fue interrumpida por sus amigas, que decidieron que la broma ya había durado bastante y decidieron marcharse, por supuesto llevándose a Miriam. Las sacacubatas también se iban, y la que intentó liarme tiró todas las chaquetas de la silla al coger la suya. Por supuesto no se preocupó de recogerlas. Me despido de Miriam con dos besos y ella se va con una enorme sonrisa, más que por conocerme porque ha jodido bien a sus amigas, que por una vez no han sido el centro de atención de los buitres de turno. Las sacacubatas también se han ido, dejando sólo al dientes blancos del escote con la cartera vacía sin nada a cambio.
La vida.
Dejé ese círculo y me dirigí a la barra a pedirme algo, y una de las chicas que estaban apoyadas en ella me sonrió. Dejo de hacerlo cuando se dió cuenta que no iba a invitarla y se centró en otras posibles presas. Sus amigas estaban centradas en el camarero, al que sacaban gratis un chupito tras otro. Pero el instinto de cazadora de la que sonreía le pedía retos más altos y volvió a dirigirse a mí. No escuché lo que dijo y regresé con la bebida a mi propio círculo. Estas son peores que las sirenas de Homero.
En el circulo de enfrente había empezado una sesión de fotos. La morena bajita hacía fotos a sus amigas, las rubias con taconazos. Tras media docena de fotos en distintas poses seguía sin ser incluída en la toma para facebook. Como diría un amigo mío jugando al Starcraft, aquello era una ventana de oportunidad. Así que me acerqué a la morena y le pregunté si quería salir en las fotos con sus amigas.
Sus amigas estaban horrorizadas. Un chico se les había acercado y ¿a quién hablaba? ¿a ellas, que se habían pasado la tarde en la peluquería, que se habian comprado los vestidos y los taconazos, que se habían operado las tetas? ¡No! a la desastrada, a la que hacía un siglo que no iba a la peluquería, a la que no iba con tacones, y con la que ahora tendrían que compartir fotos. En las foto la morena sonreía, muchísimo, seguramente por la misma razón por la que sus amigas rubias con tetas siliconadas dejaron de sonreír.
Un dientes blancos se acercó a la barra con su enorme sonrisa, e inmediatamente congenió con la sacacubatas que anteriormente me había elegido como presa. No tardó en tener un cubata en la mano, y sus tres amigas también se centraron en él al haber agotado finalmente al camarero. Las rondas de chupitos se sucedieron a enorme velocidad. Me doy cuenta que él lleva más escote que ellas, lo que me quita las ganas de tomarme otra copa y, a falta de alcohol, me acaba de decidir para centrarme en la morena. Tenía una buena baza que jugar: que me fijara en la morena molestaba a sus amigas, que querían que me fijara en ellas, que para eso eran las guapas. Y la morena quería molestar a sus amigas, a las que quitaba el protagonismo. Seguramente estaba harta de que la tomaran por la fea, o lo que sea. La ventana de oportunidad seguía abierta.
Así que volví a a hablar con ella, provocando de nuevo la ira de sus amigas y la alegría de la morena. Me dijo su nombre, Miriam, me preguntó a qué me dedicaba, programador, ¿eso que é?, informático, ordenadores, que bien, precisamente se estropeó el mío, no me digas, sí ¿le echarías un vistazo? toma mi teléfono, toma el mío.
Esa conversación tan estimulante como rápida fue interrumpida por sus amigas, que decidieron que la broma ya había durado bastante y decidieron marcharse, por supuesto llevándose a Miriam. Las sacacubatas también se iban, y la que intentó liarme tiró todas las chaquetas de la silla al coger la suya. Por supuesto no se preocupó de recogerlas. Me despido de Miriam con dos besos y ella se va con una enorme sonrisa, más que por conocerme porque ha jodido bien a sus amigas, que por una vez no han sido el centro de atención de los buitres de turno. Las sacacubatas también se han ido, dejando sólo al dientes blancos del escote con la cartera vacía sin nada a cambio.
La vida.
La madre de Miriam
-Pepe si quieres tomar algo llámame pero se tiene que venir mi madre. Dime algo.
Le dije que sí. Y claro, se presentó con su madre, y de paso con su hija. Ahí tenía delante a tres generaciones de su familia. La menor, Carmen, estaba más preocupada por entrar al bar con aire acondicionado para huir del calor de julio a las cuatro de la tarde, que sería el lugar lógico de no ir con fumadores. Pero uno de mis amigos fumaba, su madre también fumaba, y por supuesto su abuela también, así que sus intentos de escapar de la terraza fueron frustrados una y otra vez, hasta que acabó con la paciencia de su madre y terminó atada al carrito, teniendo que conformarse con una botellita de agua.
La madre de Carmen se llama Miriam, y era mi novia a ratos de la época. El problema de que la única mujer que te quiera a ratos sea una choni de diecinueve años y madre desde hacía dos es la escena que tenía delante. Su madre, en teoría mi suegra a ratos, nada más sentarse empezó a gorronear cigarros a mi amigo fumador. No le importó lo más mínimo que fumara el tabaco negro más fuerte y asqueroso del mundo.
-¿Te puedo coger un cigarro?
-Coge los que quieras
Se lo tomó literalmente. Vació la cajetilla entera y se guardo los cigarros en el bolsillo. No entendí porqué no cogió directamente la cajetilla, pero nadie preguntó. Quizás porque todavía estabamos asimilando lo que habíamos visto. Además mi amigo no puso pegas y tranquilamente abrió otra de sus muchas cajetillas, que lleva repartidos por todos los bolsillos de su vestimenta.
El camarero se acercó para pedir nota. Me pedí un café granizado. Miriam otro. Mi amigo el fumador se pidió una mezcla de limonada con bola de chocolate que acabó tomando un aspecto lamentable, que según él era como un helado de su infancia, y aunque sus palabras aseguraban que el invento era magnifico su cara decía lo contrario. Su madre se pidió un whisky.
-Que vergüenza ¿voy a ser la única que se pide alcohol?
Debió ser la vergüenza lo que hizo que se bebiera el whisky en un par de tragos. Tras dejar a los cubitos sin líquido que enfriar se levantó y le dijo a Miriam que había que irse. Cogió más cigarros a mi amigo y se despidió sin pagar con su botín de nicotina y un buen lingotazo de whisky en el cuerpo. Miriam y Carmen, por supuesto, se fueron con ella. Miré a mis amigos y dije:
-La vida.
Le dije que sí. Y claro, se presentó con su madre, y de paso con su hija. Ahí tenía delante a tres generaciones de su familia. La menor, Carmen, estaba más preocupada por entrar al bar con aire acondicionado para huir del calor de julio a las cuatro de la tarde, que sería el lugar lógico de no ir con fumadores. Pero uno de mis amigos fumaba, su madre también fumaba, y por supuesto su abuela también, así que sus intentos de escapar de la terraza fueron frustrados una y otra vez, hasta que acabó con la paciencia de su madre y terminó atada al carrito, teniendo que conformarse con una botellita de agua.
La madre de Carmen se llama Miriam, y era mi novia a ratos de la época. El problema de que la única mujer que te quiera a ratos sea una choni de diecinueve años y madre desde hacía dos es la escena que tenía delante. Su madre, en teoría mi suegra a ratos, nada más sentarse empezó a gorronear cigarros a mi amigo fumador. No le importó lo más mínimo que fumara el tabaco negro más fuerte y asqueroso del mundo.
-¿Te puedo coger un cigarro?
-Coge los que quieras
Se lo tomó literalmente. Vació la cajetilla entera y se guardo los cigarros en el bolsillo. No entendí porqué no cogió directamente la cajetilla, pero nadie preguntó. Quizás porque todavía estabamos asimilando lo que habíamos visto. Además mi amigo no puso pegas y tranquilamente abrió otra de sus muchas cajetillas, que lleva repartidos por todos los bolsillos de su vestimenta.
El camarero se acercó para pedir nota. Me pedí un café granizado. Miriam otro. Mi amigo el fumador se pidió una mezcla de limonada con bola de chocolate que acabó tomando un aspecto lamentable, que según él era como un helado de su infancia, y aunque sus palabras aseguraban que el invento era magnifico su cara decía lo contrario. Su madre se pidió un whisky.
-Que vergüenza ¿voy a ser la única que se pide alcohol?
Debió ser la vergüenza lo que hizo que se bebiera el whisky en un par de tragos. Tras dejar a los cubitos sin líquido que enfriar se levantó y le dijo a Miriam que había que irse. Cogió más cigarros a mi amigo y se despidió sin pagar con su botín de nicotina y un buen lingotazo de whisky en el cuerpo. Miriam y Carmen, por supuesto, se fueron con ella. Miré a mis amigos y dije:
-La vida.
martes, 10 de abril de 2012
El desafío
He sido desafiado a escribir " un relato que tenga origen puro en ti (que el germen venga de una
anécdota personal o que sea pura ficción de cabo a rabo es lo de menos,
me refiero a seas tú quien cree esa historia, en lugar de "revisar" o
"reescribir" una historia ya contada). No sé si me explico. ATRÉVETE."
domingo, 1 de abril de 2012
Hijos de la destrucción (IV)
Siempre se veían escenas dantescas en las colas, pero aquello había sido demasiado. Vladimir abandonó su turno y se fue detrás del muchacho al que acababan de echar a patadas. Él se crió en la calle y sabía lo duro que era, y no podía evitar sentir empatía por esos niños. Tampoco era la primera vez que trataba de rescatar a un callejero, pero ese proyecto siempre encontraba la oposición de su esposa.
-Vladimir Grigorievich, estás loco. Vivimos en un piso de una habitación sin cuarto de baño con nuestra hija y mi madre, y con tus raciones comemos los cuatro ¿y todavía quieres meter a una boca más aquí?
Viktor salió corriendo con sus escasas fuerzas cuando vio acercarse a Vladimir. Había aprendido a desconfiar de los adultos. Vladimir no le siguió, sin embargo. No sólo no tenía la forma física para perseguir con éxito a un crío que hacía de correr la diferencia entre la vida y la muerte, sino que además la persecución le podía llevar a un lugar peligroso. Así que volvió a la cola.
Acostumbrado a perseguidores más tenaces, Viktor volvió para curiosear. Observó al hombre que se le había acercado. Vestía mucho mejor que los demás y sus ropas estaban limpias. No se le veía mal alimentado. Definitivamente no parecía un saqueador. Ahora estaba discutiendo a gritos con un policía que finalmente le hizo callar con un puñetazo. Ese hombre tampoco era un policía, ellos nunca se pegaban entre sí.
Viktor se preguntó si ese hombre sería un familiar suyo que le había reconocido, o un amigo de la familia. Llegó a considerar la posibilidad de que conociera a su madre, y eso le aceleró el pulso. Tal vez supiera lo que pasó.
Sólo tenía una forma de descubrirlo.
-Vladimir Grigorievich, estás loco. Vivimos en un piso de una habitación sin cuarto de baño con nuestra hija y mi madre, y con tus raciones comemos los cuatro ¿y todavía quieres meter a una boca más aquí?
Viktor salió corriendo con sus escasas fuerzas cuando vio acercarse a Vladimir. Había aprendido a desconfiar de los adultos. Vladimir no le siguió, sin embargo. No sólo no tenía la forma física para perseguir con éxito a un crío que hacía de correr la diferencia entre la vida y la muerte, sino que además la persecución le podía llevar a un lugar peligroso. Así que volvió a la cola.
Acostumbrado a perseguidores más tenaces, Viktor volvió para curiosear. Observó al hombre que se le había acercado. Vestía mucho mejor que los demás y sus ropas estaban limpias. No se le veía mal alimentado. Definitivamente no parecía un saqueador. Ahora estaba discutiendo a gritos con un policía que finalmente le hizo callar con un puñetazo. Ese hombre tampoco era un policía, ellos nunca se pegaban entre sí.
Viktor se preguntó si ese hombre sería un familiar suyo que le había reconocido, o un amigo de la familia. Llegó a considerar la posibilidad de que conociera a su madre, y eso le aceleró el pulso. Tal vez supiera lo que pasó.
Sólo tenía una forma de descubrirlo.
Hijos de la destrucción (III)
Viktor no recordaba gran cosa de antes de la guerra. O quizás prefería no recordar cómo era su vida antes de la guerra. Había sido una vida normal, feliz, protegido en un hogar seguro donde no faltaba de nada. Sí recordaba, en cambio, el principio de la guerra. Recordaba aquella granada que entró en el salón del piso matando a su padre, su abuela y a su tío abuelo. Recordaba como tuvo que arrastrar los cadáveres hasta el cementerio. Recordaba la desaparición de su madre, que no sabía si estaba viva o muerta.
Y sobre todo recordaba aquel invierno, solo y muerto de miedo, que pasó en aquel edificio abandonado cerca del maloliente y siniestro canal de Vitebsk, donde la policía solía arrojar los cadáveres de sus víctimas durante las purgas. Pero lo pasó. Tuvo la precaución de guardar las cartillas de racionamiento de sus familiares fallecidos y la suerte que, en medio del caos, ningún burócrata diera su muerte por oficial.
Desgraciadamente ya lo habían hecho, y ya no recibía raciones tan fácilmente. Tenía que robar cartillas de otros cadáveres, hacerse pasar por familiar del finado y rogar y llorar para que le dieran comida. Cada vez estaba más complicado porque Viktor estaba en una edad en la que no servía para nada al estado. Demasiado mayor para ser evacuado y demasiado pequeño para ser soldado, el estado no tenía ningún interés en ayudarle a subsistir, ya que él no podía aportar nada.
Viktor sabía perfectamente que no iba a sobrevivir a otro invierno. Y tras recibir la negativa del funcionario a darle comida, se preguntó si sobreviviría otro día.
Y sobre todo recordaba aquel invierno, solo y muerto de miedo, que pasó en aquel edificio abandonado cerca del maloliente y siniestro canal de Vitebsk, donde la policía solía arrojar los cadáveres de sus víctimas durante las purgas. Pero lo pasó. Tuvo la precaución de guardar las cartillas de racionamiento de sus familiares fallecidos y la suerte que, en medio del caos, ningún burócrata diera su muerte por oficial.
Desgraciadamente ya lo habían hecho, y ya no recibía raciones tan fácilmente. Tenía que robar cartillas de otros cadáveres, hacerse pasar por familiar del finado y rogar y llorar para que le dieran comida. Cada vez estaba más complicado porque Viktor estaba en una edad en la que no servía para nada al estado. Demasiado mayor para ser evacuado y demasiado pequeño para ser soldado, el estado no tenía ningún interés en ayudarle a subsistir, ya que él no podía aportar nada.
Viktor sabía perfectamente que no iba a sobrevivir a otro invierno. Y tras recibir la negativa del funcionario a darle comida, se preguntó si sobreviviría otro día.
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